Su vestido rojo se balanceaba junto a ella; delante y atrás, delante y atrás, sobre aquel viejo columpio de madera y sueños añejos. El charol negro de sus zapatos rozaba el suelo con su punta. Su largo cabello de un intenso color carbón, se posaba cuidadosamente sobre uno de sus hombros; haciendo un hermoso contraste con su pálida y tersa piel.

La pequeña admiraba todo alrededor suyo. Los árboles en toda su inmensidad, las grandes sombras que producían; los pétalos de las pequeñas flores invernales; la verde hierba que se expandía bajo sus pies.
Fue una mirada lo que cambio todo, una insignificante mirada al horizonte.
El agua de la alta cascada rompía contra las rocas, y sobre un firme tronco de roble que se encontraba atrancando entre las miles de rocas de la catarata, se paraba un individuo de cabello claro y ojos cambiantes. Miraba hacia abajo, observando el agua que se convertía de caída a río, terminando en pequeñas salientes. Se dio cuidadosamente la vuelta sobre el madero, quedando de espaldas a la pequeña, y se dedicó a contemplar el atardecer; miró a izquierda, primero, donde se alcanzaba a ver la Luna. Luego, a la derecha, donde el Sol aún no se terminaba de esconder y emitía brillos de un morado anaranjado sobre las nubes. Retrocedió un par de pasos hasta llegar a la punta del tronco, frenó ahí. Giró mínimamente el cuello, escudriñó el bosque con sus grandes ojos, y al ver una mancha roja entre tanto verde, se detuvo. Su respiración se descompasó al verla, pero luego volvió a su ritmo normal. Giró nuevamente la cabeza hasta quedar mirando el horizonte. Hizo lo deducible. Se tiró. Al hacerlo cerró los ojos, a mitad de viaje los abrió. Cruzó una rápida e intensa mirada con los ojos esmeralda de la pequeña. Ambos cerraron los ojos al mismo momento y ella solo escuchó un fuerte sonido cuando él chocó contra el agua. Justo en ese momento, dejó de columpiarse. Y unos segundos después, abrió los ojos. En ellos estaban mezclados, la confusión, la ira y una incomprensible añoranza.