Miraban hacia fuera de su refugio. Llovía; ambos disfrutaban la escena, les era tan conocida. El viento rugía entre las ramas de los árboles, de odio y dicha. Sus manos se tomaban. Ambos protegían en un reconfortante abrazo, susurrando palabras inconexas; esperando que llegara el momento exacto. Ambos sabían lo que sucedería.

El carrusel se había detenido a la primera gota de lluvia, y ellos, simplemente, se dirigieron hacia el.

En su memoria aún se grababa la primera vez.

Entonces eran solo unos pequeñas y sonrientes criaturitas. No escondían ningún secreto, excepto al que estaban condenados.

Se encontraban montados sobre un mismo pony. Ella lo abrazaba por detrás, como recordaba, hacían en las películas; el le sonreía. Inocencia y sueños.

Se besaron. Sabía a invierno, flores y lucha. Sonrieron, intentando prolongar lo máximo posible el momento. Rememoraron cada sonrisa de la niñez, cada gesto, palabras en susurros, los silencios llenados por la angustia del jamás. Se abrazaron sin fuerzas, respirando el aire del otro. Ella puso sus brazos alrededor del cuello de él. Sus cabellos empapados se pegaban a su rostro.

El vals comenzó por si solo; se miraron. Sus pies se movían al compás de la lluvia, alrededor de los ponis parisinos; lentamente.

Sonrieron aún más: sabían que aquella sería la última vez.

El frío atravesaba sus pulmones, los quemaba.

El momento jamás llegó. Sus pies aún danzaban.

Fue el más bello adiós del mundo. Ni una palabra, solo miradas entrañables en una noche secreta.